Ironía y cine

En los últimos tiempos, hemos visto cómo ciertas películas no sólo pretendidamente inteligentes sino además inteligentes se han colocado saludablemente en las carteleras, o por lo menos ocupan un espacio interesante en los anaqueles de los videoclubes. Son películas con guiones complicados, pero no es esa complicación que nace de la ignorancia y el enredo, sino esa complicación que nace de la claridad y el talento. Son filmes que privilegian el guión, y le dan una importancia gratificante al escritor, que así puede hacer piruetas con la narrativa del filme (de toda esa movida mitad heroica mitad tomadura de pelo del cine independiente los que salieron mejor privilegiados fueron los guionistas, talvez). Es el caso del guionista Charlie Kaufman, quién tiene en su haber guiones tan fascinantes como lo son Eternal Sunshine of the Spotless Mind (de lejos la película más interesante que hemos visto últimamente), también Adaptation y Being John Malkovich (ambas cintas muy audaces). I Heart Huckabees (2004) se alinea con el espíritu de estas tres películas, aunque no está escrita por Charlie Kaufman, sino por su director David O. Russell, y Jeff Baena.

El denominador común de todas estas cintas en su conjunto es la ironía, único engrudo capaz de hacer que los guiones más formalmente complejos (desmantelando la narrativa oficial, y por lo tanto la Visión Oficial de las Cosas) queden bien cohesionados. Y es que la ironía es un arma poderosa para derribar muros y hacer saltar en pedazos los sucesivos cinturones de castidad y laberintos que hemos diseñado –las capas de cultura– pero aún dentro de toda esta destrucción preserva un sentido articulador. La ironía es el último orden antes del caos. Es en esa antesala llamada ironía en dónde uno puede empezar a preguntarse cosas realmente interesantes. Porque lo importante no es solamente burlarse, sino a la vez burlarse y preguntar.


(Columna publicada el 29 marzo de 2005.)

La muerte de Diógenes

Ese Mario. De todo corazón agradezco su emperramiento con el cine, siempre haciendo lo suyo. No nos hemos visto mucho, últimamente, pero sé que se ha tomado muy en serio eso de hacer proyectos audiovisuales, en estos años; ahora está enviciado. Hay que depravarse por las películas.

Hablo de Mario Rosales, quién presentó hace muy poco su corto largo “La muerte de Diógenes”, basado en un cuento de Augusto Monterroso. Fílmicamente, una pieza muy resuelta, muy acabada. Advierto que en los realizadores recientes de Guatemala (Mario Rosales, Julio Hernández, Milanesa Films) hay un sentido del acabado, y rigor por lo presentable. Vamos, lo presentable no es siempre lo genial pero es un puñetero comienzo.

De “La muerte de Diógenes” diré que se extiende un poco demasiado, para mi gusto, con ese énfasis innecesario en lo local (esas calles, ese mercado, esa señora en ese mercado, ese libro de Cardoza) y que el desquiciamiento en plan Lynch que el director andaba buscando para uno de sus personajes (el padre) no fraguó bien. También diré, rápidamente, que me encantó la edición, la música, la actitud del filme, y la respiración afuera/adentro que va de lo urbano a lo íntimo y viceversa, a lo largo de la película. Para esta producción, se hizo rodear de gente fresca y asertiva, primerísimos requerimientos para este oficio, me parece.

Mario Rosales comenzó haciendo videoclips, y pequeños trabajos experimentales, y ese lo lleva aún dentro: la murmuración visual, el sentido biográficamente plástico en todos sus trabajos. Yo todavía lo puedo recordar en casa de Sergio Valdés y desde aquellos tiempos viene tras su carnada de celuloide o digital. Me alegré sobremanera cuando se fue a estudiar cine a Nueva York, y de hecho ha ganado un premio, importante, al parecer, allí. Estoy a la espera de nuevos trabajos suyos, más ambiciosos, más trascendentales. El nuevo cine de Guatemala promete acordes cada vez más taxativos y vistosos.


(Columna publicada el 28 septiembre de 2004.)

Tomb Raider 2

A mi mujer, para su cumpleaños, le regalo el juego de Lara Croft para Playstation 2, que es un juego increíble, y ahora quién le quita el control de las manos. No soy ningún conocedor, pero se nota que el juego es uno de lo más estimulantes que ha dado el mundo del videojuego (considerar que las movidas de Croft requieren además de ingenio, paciencia, y un cierto don hormigueante de la exploración).

La película, en cambio, lastimosa. Hubiesen podido hacer de Lara Croft el señuelo icónico del boxoffice –la figura da para eso– pero se quedaron con una película que merece una estrella y media en el rating de esta columna.

La edición incomoda a cualquiera. Los efectos especiales son presupuestados y pobres, una antinomia insostenible hoy que contamos con referencias perfectas como lo son el Matrix o Charlie´s Angels. Las locaciones y los props dejan aún más que desear.

La película trata el tópico brillante de la Caja de Pandora, y en lugar de concedernos todo el volumen de hermetismo y misterio que semejante tópico reclama, se inclinan por un guión resueltamente mediocre (que jamás sabrá competir con El Señor de los Anillos, por dar otra referencia de turno). El humor, para las personas que hicieron este filme desconsolado, aún no ha sido inventado.

Diríamos que es una suerte de copia de Indiana Jones, pero en asqueroso. Lo menciono porque Raiders of the lost ark es uno de mis filmes preferidos de todos los tiempos, y cuando era niño lo vi por lo menos unas quince veces y me aprendí los diálogos de memoria. Lara Croft, como Indiana Jones, está buscando un misterio esencial –la Caja de Pandora, ya se dijo, cuando Jones buscaba el Arca de Noé. Y aquí mi punto: la Caja de Pandora –esa escena final en un set acartonado– no es otra cosa que una vulgaridad completamente decepcionante, cuando el Arca, de su lado, libera en nosotros nuestras mejores fantasías teológicas.


(Columna publicada el 27 de septiembre de 2003.)

Monster

Ignoro si esta película fue exhibida en las salas locales o no.

Hay películas que se le van metiendo a uno abruptamente en la región más incómoda del alma; después de verlas uno se siente medio violado.

Es el caso de Monster, con Charlize Theron y Cristina Ricci. La historia de una prostituta, Aileen Wuornos, y de cómo cierto día decide que hacer de asesina en serie es mejor trabajo que vender su cuerpo –por demás usado desde cuando era prácticamente una niña–. Aquí es el momento de especificar que Aileen Wuornos fue ejecutada el año pasado en Florida, ya que ésta es una historia real.

Aileen Wuornos mató a varios hombres. Hombres que deseaban sus servicios sexuales (salvo el último, sólo quería ayudarla) y que fueron acribillados en rincones oscuros, por dinero, por rencor. Aileen Wuornos odiaba a los hombres. Los hombres la habían explotado toda su vida. Acaso por ello inició una relación homosexual con Selby Wall, representada por Cristina Ricci. Para mantener las exigencias económicas de esta relación, Wuornos mataba y luego robaba a sus víctimas. Al final de la película, junto a una estación de buses, Wuornos incurre en un llanto nervioso y palpitante: la culpa, que la estaba matando.

Esta película goza de muchas virtudes, pero sin duda una de las principales es la actuación de Charlize Theron, quién ganó por ello una estatuilla Oscar así como el Globo de Oro como mejor actriz. Charlize Theron pasó de ser una pulcra figura surafricana (mucho más estilizada que la australiana Kidman) a una prostituta trash de Florida, más bien gorda, feísima. El trabajo de reconversión que hicieron con Theron es admirable, pero realmente el milagro queda en la actuación. Talvez algunos recordarán a Theron por su actuación en Devil´s Advocate, como la esposa abnegada de Keanu Reeves; acaso alguno la habrá visto en Celebrity, de Woody Allen.

Siempre es agradable volver a observar, por otro lado, a Cristina Ricci. Con solamente 24 años, Ricci es ya el prototipo de una actriz que supo encauzar su precocidad, elegir muy bien sus guiones, concertando una filmografía larga y original, con títulos memorables como Buffalo ´66, de Vincent Gallo.


(Columna publicada el 27 de julio de 2004.)

Fahrenheit 9/11

Este documental se constituyó como una antesala completamente propicia para las venideras elecciones en Estados Unidos. La película de Moore politizó a millones de norteamericanos (liberales y republicanos por igual) arrancándoles de un tajo cualquier amago de desinterés o fruslería. Los posicionó.

Lo primero es no dejarse timar. Y para no dejarse timar, es preciso leer entre líneas. Moore, más que un intelectual, es un psicólogo, un escrutador del comportamiento público. El footage de Bush en la escuelita gringa resulta, en mi opinión, de lo más importante que posee Fahrenheit 9/11. Si al escrutinio del psicólogo le añadimos la tenacidad del legalista, entonces tenemos ya un producto Moore: inductivo y a la vez metódico, tan balanceado que al final se vuelve desquiciante. La ironía y el sentido común forman una argamasa explosiva, como ya lo hicieran en el documental sobre Columbine. Además, Moore da la apariencia de ser un gordo querible, tu vecino de al lado.

Las acusaciones son llevadas a sus últimas consecuencias: Bush tiene nexos corporativos con la familia Bin Laden (Carlyle), y a fin de encubrir tales nexos, se vio envuelto en una serie de atrocidades y exageraciones políticas (Hussein) con el objeto de desviar la atención de los norteamericanos, etc. Bien: ya lo sabíamos, más o menos. Pero Moore, periodista nato, nos transporta al aquí/ahora del documental, dándole cuerpo verídico a nuestras ideas.

A Moore se le acusó de manipular en cierta medida el material audiovisual utilizado. En mi opinión, eso no es exacto. En cualquier caso, Moore ya me ha regalado el sentido común y ya me ha regalado la ironía; ya cuento con las herramientas para prescindir de cualquier cosa que juzgue sospechosa. Bush, en cambio, no me regala ninguna de estas cosas; es un dictador.


(Columna publicada el 26 de octubre de 2004.)

Hotel Rwanda


Hotel Rwanda, dirigida por Terry George (En el nombre del hijo), es la película que estábamos esperando sobre el genocidio en Ruanda. Y sin embargo –son las paradojas del arte– su intención no fue acaso nunca agotar este episodio sangriento: se limita a contarnos el relato de un manager de hotel, en Kigali, y de cómo convirtió este hotel –con su valor, su mero ingenio– en un campo de refugiados tutsis, en el corazón de la masacre hutu, salvando así miles de vidas. El manager de hotel se llama –vive ahora en Bélgica, es un personaje de la vida real– Paul Rusesabagina.

Limitando el espectro narrativo a este caso particular –extraordinario, eso sí– el director logra más que si hubiese querido abarcar el genocidio con una lente más grande y ambiciosa. No precisa juntar todas las historias para contar la Historia.

Paul Rusesabagina (Don Cheadle es el actor encargado de representarlo) y millones más fueron abandonados a su suerte por la UN y los llamados países civilizados, cobardemente. Todos se fueron. Todos. Los blancos. Cerraron los ojos, mientras los hutus y la Interhamwe estaban matando “cucarachas”, en una de las más oscuras cruzadas de limpieza étnica que ha visto el hombre. Un millón de muertos. Cien días bastaron. A cincuenta años de Auschwitz, todo seguía exactamente igual. Y Africa a la deriva.

“Estoy tan avergonzado”, dice en un momento uno de los reporteros (Joaquin Phoenix), al abordar el autobús destinado a sacarlo de Ruanda.

“No eres ni siquiera un negro. Eres un africano”. Con esta sentencia despiadada, por otro lado, el Coronel Oliver (Nick Nolte), cuadro al mando de la UN durante el genocidio en Ruanda, le roba toda esperanza a Paul, toda esperanza de ser rescatado por las superpotencias, pues en la agenda de las superpotencias sólo caben unos mezquinos superintereses, y un habitual superegoísmo.

Yo estaba en Inglaterra cuando sucedió lo de Ruanda; visitaba a mi padre, que allí vive. “Les cortan los tendones para que no puedan correr”, me explicaba él, desmoralizado. Yo no entendía. Ruanda era un agujero negro, y los machetes danzaban.


(Columna publicada el 26 de abril de 2005.)

La Liga Extraordinaria

Más que un filme, una bibliografía. Los arquetipos literarios más intensos se reúnen aquí para encender la atención del espectador: el capitán Nemo, el hombre invisible, Allan Quatermain, Dr. Jekyll y Mr. Hyde, Mina Harker, Tom Sawyer incluso, y Dorian Gray. Inspirado en un cómic de Alan Moore y Kevin O´Neil, el filme genera una pretensión excitante: Batman, Hulk y el resto de seres multicolores que pueblan los quioscos y las habitaciones de adolescentes imprecisos, están en realidad por debajo de los héroes que la literatura decimonónica nos legó, y son apenas meros derivados, hijos humildes de ésta.

Me agradó lo suficiente la película, y me retiró el sentimiento amargo que otras películas me habían dejado (Lara Croft, horror). La Liga Extraordinaria (en inglés The league of extraordinary gentleman, más bonito) es un homenaje entero y solícito al acto de imaginar.

Cada uno de los personajes de la película es de sí una profunda y venerable composición, indiscutible legado producto de la especulación y la fantasía, pero no fantasía en el sentido irresponsable de la palabra, sino fantasía en términos de conocimiento de la psicología humana y sus bifurcaciones éticas. Cada uno de estos héroes o antihéroes son individualmente ricos, inagotables, un despiadado ataque y suficiente al hastío del vivir.

Lo importante, insisto, es entender que estos personajes no nos apartan de la realidad, o lo hacen solamente para acercarnos luego más a ella; dicho de otro modo, son herramientas de explicación personal. Nos alejan, eso sí, de la cotidianidad, de lo mecánico, en pos de una cultura de la imaginación. Talvez la imaginación está en directa desavenencia con los propósitos cavernosos del mal, y el que imagina se está alejando automáticamente de sus propios demonios.


(Columna publicada el 25 de octubre de 2003.)

Sylvia


Recién alquilé Sylvia, con Gwyneth Paltrow y Daniel Craig, dirigida por Christine Jeffs.

La muerte de Sylvia Plath fue un tanto menos lírica que la de Virginia Woolf o Alfonsina Storni, difuntas en el seno glorioso de un río y de un mar, respectivamente. (Y Calamaro canta: “Por la blanda arena que lame el mar/ tu pequeña huella no vuelve más…”) Así es: Sylvia Plath murió en la cocina de su casa, con el gas de la estufa. La suya pudo ser solamente la muerte de otra de ama de casa un poco más inconforme que el resto.

Y sin embargo no lo fue. Sylvia Plath era más que un ama de casa. Poetisa profunda, talento aniquilante... También ella buceadora, como la Woolf o la Storni, pero en las aguas de una desesperación más casera y más anónima, y por lo tanto, diga lo que se diga, más difícil. Buceadora de estufas…

Me sigue pareciendo la muerte de un poeta un poco más triste que la de los demás. No sé si es ilusorio o no. ¿Qué diablos es un poeta? ¿Por qué se ha mitificado el suicidio de Sylvia Plath? ¿Por qué hay homenajes en su nombre? (Y Ryan Adams canta: “How I wish I had a Sylvia Plath…”)

En todo caso, no vamos aclarar nada si no nos adentramos en la figura del poeta, en este caso de la poeta, tanto en vida como en obra.

La vida de Sylvia Plath fue marcada por su matrimonio con Ted Hughes, y según dictamina la película, era presa de ataques enfermizos de celos y codependencia.

Ciertamente la película es un intento esforzado de indagar en la figura de Sylvia Plath. No una película brillante, pero cumplidora, eso sí. Me parece que hay un acercamiento tenue al fenómeno de la depresión, pero debió ser más intenso, y debió investigarse más. Por otro lado, me parece que no se enfatizó asimismo lo suficiente sobre la escritura de Sylvia Plath. La directora puede responder a esto: “Es que este filme no es sobre su obra, sino sobre su vida”. Tratándose de un escritor, tal respuesta no tiene sentido. Su obra es su vida, y todo escritor digno de serlo quiere a la hora de su muerte ir al cielo, pero no al cielo de los justos, sino al de los poetas, que es un cielo distinto y más raro, en dónde los ángeles son abecedarios de oro.


(Columna publicada el 24 de agosto de 2004.)

Buscando a Nemo

La industria cinematográfica no sería después de todo la misma sin esas animaciones gigantes que de Walt Disney hacia acá se han venido haciendo para regocijo de niños y algunos millonarios.

Apunta Félix de Azúa en su Diccionario de las Artes: “A la difusión espectacular de la caricatura moderna ha contribuido no poco el hecho comprobado por la psicología (Ryan y Schawz, 1956) de que es más fácil reconocer la caricatura de una mano (la mano deforme y con tres dedos del ratón Mikey, por ejemplo) que la fotografía de una mano”.

Añade Azúa que ese fenómeno debiera llevarnos a reflexionar sobre lo que solemos llamar “realismo”.

Con todo, hoy la caricatura no pretende solamente una dosis de exageración, sino tambien y en gran medida una dosis de minucia y exactitud. Las caricaturas a estas alturas se juzgan paradójicamente por su capacidad de mimetizar la realidad. El efecto es doble. De un lado está la mentira acordada de la caricatura; del otro la hiperrealidad y la duplicación absoluta.

En Buscando a Nemo la mancuerna es evidente. Además de encontrarse el espectador con los diferentes personajes (que según el proceso de caricaturización son modelos de personas pero sobredimensionados, arquetipos inflados como globos, así el papá de Nemo, un pescado enfermizo y temeroso hasta lo ridículo), el espectador se encuentra asímismo con un detallado y perfectamente exacto universo acuático (la arena, las luces y las sombras, los dientes del tiburón, las texturas, las constelaciones de pescados, los jelly fish, etcétera...).

La combinación es brutal. Si a eso añadimos mucha aventura y no pocas situaciones que exijen coraje por parte de los personajes animados, si a eso añadimos la respectiva pegajosidad moralista y la ternura previsiblemente insoportable, el producto será los bastante bueno, divertido, conmovedor para el gran público, tremendamente hecho y viajable como para reunir a muchos niños y a muchos adultos en una y múltiples salas de cine.

Buscando a Nemo es un filme de la misma gente de Toy Story (Pixar). El cast de voces incluye a Albert Brooks, Ellen DeGeneres, Geoffrey Rush y William Dafoe.


(Columna publicada el 21 de junio de 2003.)

M. Night Shyamalan

La India representa, es sabido, una industria descomunal en cuánto a cine se refiere. Un buen porcentaje de lo que allí se produce es estrictamente basura (filmes que son como nuestras bienamadas telenovelas: mezclas tóxicas de tragedia y fantasía) pero a la vez encontraremos un puñado de directores meritorios.

M. Night Shyamalan (1970) no es uno de ellos. Es decir, es un director más que meritorio, pero no es un director de la India, sino más bien un director americano de descendencia india, que no es igual a decir un indio de América.

Perdonen la broma. Lo que en verdad deseo decir es que Shyamalan creció en Philadelphia. Ha dirigido tres obras maestras como lo son The Sixth Sense (1999), Signs (2002), The Village (2004).

Shyamalan se ha dedicado casi exclusivamente al género del miedo (de raíz sobrenatural o psicológica, ¿acaso hay distinción?). Digo casi exclusivamente, pues también ha hecho otro tipo de trabajo, como lo es Unbreakable (2000), una película que nos ingresa al mundo de los superhéroes, más o menos olvidable.

El género del miedo demanda talentos muy finos en el guión, y Shyamalan es un guionista poderoso, y un maestro, sobre todo, de la vuelta de tuerca y la ilusión narrativa. (Esto es perfectamente comprobable en The Sixth Sense, en dónde nada es como parece.) Por demás, sus filmes son cinematográficamente impecables: una perfecta fusión de fondo y forma, un estilo agolpadamente propio, y en el fondo, un humor muy decantado que linda con la extrañeza, y una paciencia virtuosa en el modo de contar las historias. La prisa en este tipo de filmes es un error: hay que dejar que los settings, la trama, y los personajes se desarrollen, se desovillen, preparen la sorpresa. Es por esto que, de ser actor, me gustaría trabajar con Shyamalan: la condición de sus proyectos son personajes trabajados, envolventes, psicológicos.

Signs es posiblemente la película más inteligente que he visto sobre una invasión alienígena, justamente porque no es una película sobre una invasión alienígena, sino ello sólo sirve como escenario para debatir cuestiones más profundas: Dios, el destino, esas cosas. La próxima semana comentaré The Village.

(Columna publicada el 23 de noviembre de 2004.)

Kill Bill

Dios mío, cuántos muertos puede apilar una película por el mero gusto de apilarlos. Muertos como gotas de lluvia sobre una ventana en una tarde lluviosa, muertos como gotas de sangre sobre la pantalla cinematográfica en una tarde de hastío.

Lo más difícil es encarar la decepción. Tarantino fue para nosotros, los niños de los noventa, un madrazo, un creativo madrazo. Hoy apenas alcanza a golpetear nuestro cerebro con algunas pocas intuiciones más desordenadas que otra cosa. ¿En qué momento el hijo pródigo de Reservoir Dogs o Pulp Fiction pasó a ser un mero simpatizante de cómics (con perdón de los cómics, se entiende)?

Errores. Los hemos visto. Gus Van Sant, Spike Lee. Cada uno a su modo nos decepcionó con una o dos películas. Pero nada tan continental, tan cósmico como esto. Una de las cartas del Tarot nos presenta a un señor que cae de su torre: la torre ha sido atacada por un rayo nefasto. Tarantino, refugiado en el solipsismo y autosuficiencia de su propio discernimiento, comienza a darse lujos.

Kill Bill. Primero vista en el cine. Qué infernal aburrimiento. Pero no sólo el aburrimiento, quiero decir: además de aburrido, estaba irritado. Uma Thurman baja inevitablemente en nuestra estima.

Es más o menos ahora cuando el crítico del crítico alega: “Esto es intencional. Tarantino está buscando lo chusco.” Ah, pero lo chusco es un proceso, una destilación. Chusca era Pulp Fiction. Pero qué nivel.

Por si las dudas, la volví a ver. Me costó 25 pesos, al lado del Portalito. Claro que el encuadre de la muestra pirata dejaba mucho qué desear, también el sonido. Pero en lo fundamental, estoy básicamente de acuerdo: la película sigue sin gustarme. Lo que hubiese podido ser el homenaje de todos los tiempos al cómic no deja de ser un experimento muy bien presupuestado para un hiperbólico banco de sangre.

No sé, me parece que se está descuidando, el muchacho.


(Columna publicada el 20 de marzo de 2004.)

Ensamblando guiones

Aunque no soy escritor de guiones, he estado últimamente pensando en una historia que me gustaría mucho llevar a la pantalla. Se trata de un corto (modestia, por ahora) y empecé a redactar el asunto hace unas semanas. No tengo todo el tiempo del mundo para consagrarle a este ejercicio, pero lo poco que he hecho me lo he gozado tremendamente.

Y esto quiero decir: la escritura de guiones es también un género apetecible para los escritores. Como no hay en verdad cine en Guatemala (apenas lo poco, lo miserablemente insuficiente que se ha visto, unas cuántas películas, unos cuántos cortos, muchos documentales, en su mayoría olvidados, por olvidables) entonces no hay escritores de cine.

Pero hay escritores a secas. Algunos por demás empedernidos, respetables cinéfilos. ¿Por qué no invitar, engatusar, a estos escritores, invitarlos, sí, a dedicar más tiempo a la redacción de relatos, fantasías, imaginaciones, pero ahora orientados al cine, si posible inteligente?

El año pasado, Casa Comal me hizo la propuesta de irme a Cuba a recibir un taller extenso de redacción de guiones. Por razones privadas, no pude cumplir con el plan, pero me pareció y me sigue pareciendo una idea intensa.

Un guión no es literatura, puse por escrito en una columna pasada, y eso puede resultar contradictorio con lo que digo en este artículo. Pero no hay tal contradicción: simplemente, un guión no es algo que se hace por razones literarias (error funesto de algunos guiones) sino por razones cinematográficas. No es por ello que el escritor dejará de sentir placer (por qué no decirlo, literario) al escribirlo.

Las relaciones entre literatura y cinematografía constituyen un tema profundo, profundo como la guerra o el sexo. Tanto literatura como cinematografía son lenguajes que han modificado nuestra percepción de la realidad, vamos, que han modificado nuestra realidad directamente, y yo no sé ustedes, pero muchos de los momentos más sagrados que he tenido en vida se los debo a la colaboración única que a veces ocurre cuando un escritor y un director se encuentran.


(Columna publicada el 24 de abril de 2004.)

Cuatro películas


Bendito infierno (2001). O en inglés: Don´t tempt me. Filmada por Agustín Díaz Yanes. Siempre habrá una película española por allí para entretenernos. Con Victoria Abril y Penélope Cruz, y los mexicanos Gaél García y Demián Bechir. El infierno y el cielo entran en contubernio para mantener el orden de las cosas. La misión: salvar el alma de un boxeador en bancarrota. Mucha acción, y cierta frescura, no demasiado pretenciosa. Penélope Cruz, guapísima, y la Victoria Abril, encantadora, una pareja cinematográficamente inteligente.

Dom durakov (2002) O en inglés: House of fools. Filmada por el ruso Andrei Konchalovsky. La guerra de Chechenia llega a un manicomio, mezclando humor y sangre. Uno jamás pensaría que esta historia hilarante, hipertrofiada, al estilo de un Kusturica, pudiese ser una historia real. Lo es. El manicomio es una colmena de freaks tiernos, soportando el hostil parpadeo de las bombas. Por personaje principal tenemos a una enferma mental; además de ser chapetona, está convencida de que es la prometida de Bryan Adams, quien aparece constantemente en la película.

Lutero (2003). Del director Eric Till, con el actor inglés Joseph Fiennes. Este filme pasó bastante desapercibido. Yo viajaba por Alemania –por Alemania, justamente– el año antepasado, y la vi anunciada en un afiche publicitario: estaba en cartelera. Me interesó. Me acerqué a un cine, ubicado cerca del acuario de Berlín. Quise entrar a verla, pero me dijo la que vendía las entradas que la película sólo estaba disponible en alemán, es decir, solamente estaba en su versión traducida, y yo no hablo alemán. Menos mal que no entré. La vi este fin de semana y en verdad: ¿por qué perderse un minuto apenas de Berlín encerrado en una sala de cine, viendo una película que aborda de una manera muy superficial, y, en general, sin sangrar, a Martín Lutero? No es la película definitiva sobre Lutero, eso es seguro. Para serlo, tendría que comprenderse mejor el profundo universo del poder, de la motivación humana.

The SpongeBob SquarePants Movie (2004). Dirigida por Stephen Hillenberg. Todo lo que un fanático de Bob Esponja puede esperar, y más.

Cine adentro

Me parece que un futuro presidente deberá entender la cultura como un itinerario pendular, trazado de la capital al interior y del interior a la capital. Estrictamente, Guatemala no se define solamente por barriletes gigantes, no se define solamente por sus tags en la zona 1. Ambas cosas deben ser tomadas en cuenta en cualquier política cultural más o menos coherente.

Para nosotros los capitalinos deberá existir más que nada un motivo para salir a reconocer otros sitios en nuestro país, un anzuelo dorado que nos excite bastante como para desplazarnos en él y diseminarnos en su variedad cultural.

La semana pasada tuve la posibilidad de ir a Morelia, en Michoacán, México, con el fin de asistir al Encuentro de Poetas del Mundo Latino. Un evento de sí relevante, por la calidad de sus asistentes, calidad y continuidad año tras año. Pero los habitantes de Morelia no solamente tuvieron la oportunidad de escuchar poesía de toda Latinoamérica; además, al mismo tiempo, transcurría el Primer Festival Internacional de Cine de Morelia. El Festival abrió con la conferencia magistral de Werner Herzog. El día que retorné al Distrito llegaba Salma Hayek. El Festival incluyó una muestra copiosa de documentales mexicanos y cortometrajes. También se presentó el material propio de la Semana Internacional de la Crítica del Festival de Cannes, largometrajes de estreno, la retrospectiva Miguel Contreras Torres, entre otras cosas.

Traigo a colación esta experiencia, porque me parece que lugares como Quetzaltenango deberían más y más acoger y hospedar eventos culturales de envergadura, y especialmente, ya que estamos en el tema, festivales de cine regulares y vitales en la dinámica cinematográfica de Centroamérica. Digo regulares porque me parece que es el isocronismo y el compás anual lo que puede ir convirtiendo a Quetzaltenango en la capital cultural que merece ser. Los ocasionales, puntuales eventos de una sola vez no sirven de nada; es como una revista que sólo contase con un número. No caigamos en semejante astigmatismo. El cine puede ser ese anzuelo dorado que coloque a Quetzaltenango en el mapa cultural centroamericano. Ya cuenta con un premio literario relevante; ¿por qué no extenderse a otras artes?


(Columna publicada el 18 de octubre de 2003.)

Dos películas


Kill Bill vol. 2. Quedó reseñada en este espacio Kill Bill, francamente no queda mucho que decir de la segunda parte. Uma Thurman nos sigue pareciendo todo menos memorable. Peleas muy bien diseñadas y más bien aburridas. Se advierte que hay aquí menos sangre, y en general menos cómic, que en la primera entrega. La revancha de la Novia baja en intensidad, lo cuál, dada la naturaleza de ambas películas, es tonto. Cuando Tarantino arrebujó el comeback de Travolta, en Pulp Fiction, nos quedamos más que satisfechos. Pero la inclusión de David Carradine haciendo de Bill no suma nada extraordinario (no hablo de su actuación, por demás buena, es sólo que el papel–de–restaurador–de–figuras–perdidas no le calza más a Tarantino). Referencias al cine kung fu constantes, rozando ya con el límite burdo de la idolatría. Luego de Pulp Fiction, nos fuimos corriendo a ver Jackie Brown, y nos decepcionó. Después corrimos, ingenuos todavía, a comparecer ante Kill Bill. Tarantino es como el niño malcriado que se quedó varado en su etapa… anal.

Ladykillers. Entre mis cineastas de cabecera hallamos, por supuesto, a los hermanos Coen. Son únicos. La gente dice: “Me gusta X, es un director único”. Y resulta que hay otros mil tipos como él. Pero en el caso de los hermanos Coen, el epíteto aplica: no hay otros que hagan el trabajo como ellos. Joel y Ethan Coen forman la mancuerna artística/genética más poderosa que se haya visto jamás. Por eso se habla del “director de dos cabezas”.

Ladykillers incluye a un Tom Hanks hilarante, que hace de cabecilla de un grupo hilarante de ladrones en busca del tesoro de un casino guardado por un policía al cuál por cierto todo le parece hilarante. El filme estará catalogado como comedia, pero más que una comedia, es un producto Coen: en el fondo de las risas subyace una gigante tragedia.

Si el lector no está familiarizado con el trabajo de los hermanos Coen, se le recomienda vivamente que busque los siguientes títulos: The Man Who Wasn´t There, O Brother, Where Art Thou?, The Big Lewoski, Fargo, The Hudsucker Proxy, Miller´s Crossing.


(Columna publicada el 19 de octubre de 2004.)

Gran Pescado


Mientras otros están preocupados por la eventual instalación de las CICIACS en el país, tema serio y mortal, yo me estoy redactando un poema fantasioso de lo más tranquilo por las mañanas. Será que tengo el principio de realidad bastante lastimado, pero qué le vamos a hacer. Sobre todas las cosas, prefiero la imaginación.

Por ello admiro a Tim Burton, porque Tim Burton es un gran pontífice del ensueño y la fábula, y eso queda más que evidente en su última película, Big Fish. Los que traducen los nombres de las películas seguramente le van a poner a ésta un nombre más buscado y por demás inútil, pero la traducción es simple: Gran Pescado. ¿Y qué es el Gran Pescado? Pues el Gran Pescado es la Gran Fantasía, la leyenda perpetua del hombre, visión, ilusión, quimera, corazón de lo imposible y sabrosa irrealidad. Por quimera hoy se entiende una noción más que todo peyorativa, y de hecho al animal mitológico, a la Quimera, le metieron en el hocico un plomo que luego le abrasó las entrañas. A los poetas también les meten plomazos de vez en cuando, así Lorca. Desconfiamos de las imágenes, a menos que sean bíblicas.

Tim Burton nos ha regalado una ingente filmografía de la imaginación. He tenido la oportunidad de grabar recientemente dos programas distintos sobre su vida y obra, y debo decir que sus alucinaciones me alucinan cada vez más. He visto sus cómics, dibujos, animaciones (The Nightmare Before Christmas es una de mis películas preferidas de todos los tiempos) y visto filmes suyos tan plurales y tan audaces como Pee–Wee´s Big Adventure, Beetlejuice, Batman, Edward Scissorhands, la obra de arte Ed Wood, Sleepy Hollow: su creatividad es inagotable. Dos críticas nomás: Mars Attack, y la película de los monos, The Planet of the Apes, que no me pareció en ningún aspecto más original que la serie televisiva, aunque está muy bien fabricada.

Gran Pescado es el último capítulo de esta aventura filmográfica. Una historia menos oscura que otras suyas, y quizá eso a ciertos fans los desanime, pero yo en lo personal desconfío de los autores que no se reservan para sí y para sus creaciones alguna dosis ocasional de pureza.


(Columna publicada el 15 de mayo de 2004.)

Mar adentro


Con ese título –pareciera colocado allí por un poeta de la generación del 27–Amenábar nos presenta la historia (real) de Ramón Sampedro, muerto vía eutanasia, convirtiéndose en el acto en un poderoso portavoz de la muerte asistida. Un caso interesantísimo: Sampedro reclama con perfecta serenidad y lucidez su derecho a la muerte, luego de 29 nuevos años de tolerar la más absoluta inmovilidad física. Una película en donde lo muy ideológico y lo muy poético no se excluyen para nada.

La gente suele decir, con toda la ingenuidad del caso: “A mí no me da miedo la muerte; lo que me da miedo es la espera, es la agonía”. Pues justamente eso es la muerte: la espera, la agonía. Lo demás es el cielo, lo consumado, o la nada. Todos estados muy reconfortantes, pues incluyen una seguridad radical. Pero la muerte real es el trance doloroso, de sí. Algunas veces tan doloroso que cabe preguntarse si no tenemos todo el sagrado derecho de precipitarlo, de evitar la decadencia, de reunir una última nobleza.

Amenábar consigue una síntesis de belleza, y no esa confusa ambición que quiso vendernos en Abre los ojos.

Javier Bardem le dio a su actuación alas. Ese Ramón Sampedro suyo tiene alas. De pronto vuela. Y para eso tuvo que meterse hondo, sumergirse a regiones muy pesadas. En principio, cada día tuvo que soportar cinco horas de maquillaje. Pero eso es sólo lo superficial y lo epidérmico. Lo difícil fue encarnar a este personaje cuyo mayor anhelo e ilusión era la muerte.

La eutanasia es un derecho que –a diferencia del suicidio– solamente puede nacer en comunidad. Es un derecho forzosamente gregario, pues necesita al otro para realizarse. En ese sentido, la película no podía tratar solamente sobre Sampedro, sino además contiene fuertemente a las personas que lo rodeaban y rodearon hasta el final, y facultaron su muerte.

La película es firme en su planteamiento, más no agresiva. Una especie de tesis que se sitúa poéticamente por encima del desafío de medirse con su argumento contrario.


(Columna publicada el 15 de marzo de 2005.)

I, Robot


Leía la otra vez que Asimov no ha tenido mucha suerte en lo que se refiere a adaptaciones, no la misma suerte que han tenido Bradbury o Phillip K. Dick. Es absolutamente cierto. Hoy estamos dominados por la estética K. Dick, y de ello dan cuenta prácticamente todas las películas de ciencia–ficción que se han venido haciendo en los últimos quince años (basten tres ejemplos: Total Recall, Matrix, Minority Report).

Realmente, las interrogantes que impone la inteligencia artificial nos parecen hoy en día poca cosa en comparaciones con las interrogantes que impone la realidad artificial. Por eso es que Phillip K. Dick nos parece mucho más actual que Asimov.

Pero pasando eso por alto, I, Robot puede complacer a más de un amante de la ciencia–ficción. Yo en lo particular soy un amante del género, y espero cada nueva película de sci–fi con la anticipación con la cuál un niño espera la ubre de su nana. Incluso me tomé la molestia de ver la otra vez por la tele esa película tan deplorable, el Episodio II de Star Wars. Malísima. Pero allí me tenían viéndola.

Para representar al policía encargado de descubrir la dilatada conspiración de robots que amenaza a la humanidad, se contrató al siempre versátil y funcional Will Smith, que cumple sin gloria un papel que ciertamente le hubiese calzado mejor a otros actores, quizá a Denzel Washington, si moreno lo querían. Como ya dije, Will Smith es siempre versátil y siempre funcional, pero aquí nos da la impresión de que está haciendo algo que ya sabe hacer, es decir que está repitiendo, que está –oportuna expresión– robotizando su actuación.

La trama del filme, inspirado en el libro de Asimov, es particularmente sugerente. Convivimos con los robots pacíficamente, todos en la tierra felices porque los robots son nuestros mandaderos infalibles. Pero un día adviene un suicidio dudoso. Se ha suicidado el científico máximo de la robótica, el mismo que ha creado las Tres Leyes, regulaciones que relegan a los robots a un plano inferior al de los humanos. En realidad no se ha suicidado: fue asesinado. A partir de allí, la historia no hace más que confirmar esa frase de Goya que dice que los sueños de la razón producen monstruos.


(Columna publicada el 17 de agosto de 2004.)

Seabiscuit

¿Qué hacer? Leer el periódico es una actividad por estos días delicada. La descarto morosamente. También podría llamar a M…, no lo he llamado en varias semanas, nada sé de él. A lo mejor buscar en el rimero anárquico de los devedés el filme Seabiscuit, que renté hace dos, hace tres días.

Me decido por el filme. Seabiscuit está inspirado en el libro de Laura Hillenbrand (co–guionista, de hecho) y aquí conviene aceptar que el periodismo deportivo es un género que nos reserva historias espectaculares. Aprendemos a veces más del ser humano viendo un match de boxeo que una pintura de Tintoretto. Se aprende más del ser humano viendo a un caballo que viendo a la misma humanidad.

Seabiscuit incluye a los actores Tobey Maguire (Spiderman, Wonder Boys, Pleasantville) y Jeff Bridges (Starman, The Fisher King, The Fabulous Baker Boys, The Big Lewonski). Está dirigida por Gary Ross (Big, Pleasantville).

Un buen relato es más efectivo que mil parábolas morales. En este caso, la historia en apariencia trivial de un caballo resulta asombrosamente eficaz para dibujar una época deletérea: la Gran Depresión Estadounidense. Época de grandes iras, de grandes desesperaciones. Nos recitan en cada ocasión eso de que la gente se tiraba de los edificios, minados como estaban por la ruina económica. Sin embargo, Seabiscuit no es la historia de un broker suicida, tampoco es la historia del fatídico Black Tuesday, y menos la historia de Hoover o de Roosevelt, sino la historia –real– de un caballo de carreras (y de su dueño y de su entrenador y de su jockey) que se gana la simpatía de la prole, el pueblo, y los desahuciados. El Seabiscuit era un caballo en realidad muy pequeño para ser un caballo de carreras (y su jockey, un jockey demasiado grande, ciego de un ojo, por si fuera poco tenía una pierna inservible, a raíz de un accidente). Pero esa pequeñez, ese defecto, esa minusvalía no le impidió a Seabiscuit cumplir con la titánica tarea de convertirse en el mito oscarizado que hoy, como sabemos, es.

Seabiscuit fue nominada en la reciente ceremonia de los Oscar como mejor película, junto a The Lord of The Rings: The Return of the King, Lost in translation, Master and Commander: The Far Side of The World, y Mystic River.


(Columna publicada el 13 de marzo de 2004.)

Spun


Spun (2002). Película del director sueco Jonas Akerlund, cuyos antecedentes incluyen el videoclip (U2, Madonna, Moby, Smashing Pumpkins), y el ámbito musical (un dato curioso es que fue integrante de Bathory, en los ochenta). ¿Quién escogió el cast de Spun? Le quiero dar la mano, y las gracias: Jason Schwartzman, como Ross; John Leguizamo, como Spider Mike; Mena Suvari, como Cookie; Patrick Fugit, como Frisbee; Brittany Murphy, como Nikki; Blondie haciendo de lesbiana; el gran, el único, el insustituible Mickey Rourke, como el Cocinero. ¿El menú de hoy, de ayer, y de mañana? Metadona cristalina.

Ross (Schwartzman) inhala cristal, supura angustia, no duerme en días. Con el fin de tener asegurada su dosis trabaja para Rourke, quien ha hecho de su cuarto de motel (no falta en la tv la lucha libre) un laboratorio para gestar esa criaturilla traicionera, el speed. Spun está atestada de fetidez y la ansiedad inconfundible del junkie cuando copula con el tórrido monstruo bicéfalo sexo/droga. Pupilas y pánico.

La película en sí es una mezcla tóxica. La edición es vértigo puro (nos recuerda a esa otra desquiciante película farmacológica, Requiem for a Dream). Animaciones fulminantes. La música, impecable (canciones de Billy Corgan). Detrás de todo el humor negro y tono paródico, exhibicionismo visual, guión hipertrofiado, y la general charlatanería cinematográfica de esta película, encontraremos una gran tristeza, una gran humanidad.

Después de ver esta película, uno comprueba con terror que la droga ha erigido su propia estética, su propio universo de idolatría personal, su cristalizada cosmogonía, su mundo. Las películas que denuncian la droga cumplen más bien con la función de estimular su uso.

Otras películas que tratan el tema de la droga son: Trainspotting; Fear and Loathing in Las Vegas; la ya mencionada Requiem for a Dream; Drugstore Cowboy


(Columna publicada el 14 de diciembre de 2004.)

Esplendor Americano (versión publicada y versión fallida)


Esplendor Americano (versión publicada)

Sucede que me canso de ser hombre. Sucede que me llamo Harvey Pekar, me dedico a archivar documentos en un hospital, me canso de ser hombre.

Cierto día decido que una forma de sublimar toda esa masa a la vez escandalosa y pueril de cansancio es convertir mi vida en un cómic. Esto es: elaborar un cómic autobiográfico. Le pido ayuda al archifamoso dibujante de cómics underground Robert Crumb, y con ello empiezo –desde 1976– lo que habría de convertirse en una auténtica saga: una auténtica saga de lo gris. El nombre de esta saga, o anti-saga: American Splendor.

Al parecer, este cómic le empieza a gustar a mucha gente, muchas personas se dan cuenta que sus propias vidas están rotuladas en viñetas de miseria, con escenas muy baratas, sin especiales superhéroes, sólo gente muy gente, y muy rara, y nada en technicolor (mienten esas células oculares), y mucho en blanco y negro.

La saga se vuelve de hecho tan famosa que me otorgan el American Book Award. La ilustran gigantes del género, como el ya mencionado Robert Crumb, Frank Stack, y Joe Sacco.

Un día se acercan los realizadores Shari Springer Berman y Robert Pulcini y deciden hacer una película sobre mi vida y sobre mi obra, que como ya expliqué, son la misma cosa, pues mi vida es un cómic, y mi cómic, de carácter autobiográfico. Ellos explican en su website las razones por las cuáles hicieron esta película: “Nos sentimos en primer instancia inclinados a realizar un filme basado en los cómics autobiográficos del archivista de Cleveland Harvey Pekar por los simples, a veces mundanos, a veces poeticos y siempre honestos momentos de la vida de todos los días que Harvey refiere a través de su obra”.

Paul Giamatti es el actor que eligieron para representarme. Me gusta el jazz. Me canso de ser hombre. A la película le fue bastante bien: ganadora en Sundance (Grand Jury Price) y en Cannes (Fipresci Award). Me dio cáncer linfático. He aparecido numerosas veces en el show de David Letterman. Me retiré en el 2001 del hospital. Uff, me canso, me canso.


(Columna publicada el 10 de agosto de 2004.)
Esplendor Americano (versión fallida)

Otra vez nos damos cuenta que nuestra vida está rotulada en viñetas de miseria. Otra vez nos damos cuenta que nuestra vida es un cómic con escenas muy baratas. Otra vez nos damos cuenta que nuestra vida nunca luce en technicolor (mienten todas esas células oculares).

De esto también nos habla la película American Esplendor. La dirigen Shari Springer Berman y Robert Pulcini. Es una película sobre la vida y obra de Harvey Pekar, creador del cómic autobiográfico llamado American Esplendor. Ahora bien, “vida y obra” no es en este caso solamente una expresión, un decir, sino en verdad el núcleo del filme, tanto en su forma como en su fondo.

Para evitar confusiones, pongamos en claro que aparte está el cómic American Splendor, y aparte está la película American Splendor.

La película se mueve en varios planos: 1) la vida del verdadero Harvey Pekar (sus apariciones en el show de David Letterman, por ejemplo), (cuando decimos el verdadero Harvey Pekar, lo estamos contraponiendo al actor que lo representa en la película); 2) un comentario del verdadero Harvey Pekar sobre su vida y obra (aparece entrevistado en la película); 3) la obra del verdadero Harvey Pekar (el cómic American Splendor, que está incluido de una manera u otra en el filme); 4) el comentario simultáneo a la vida del verdadero Harvey Pekar y a su obra (es decir: la película American Splendor, que nos muestra la decadencia, hastío, cáncer, matrimonio, avaricia, compulsiones, etcétera, de Harvey Pekar, a través del falso Harvey Pekar, es decir el actor); 5) incluso, el comentario de Harvey Pekar al comentario de su vida y de su obra (a la película que aún no ha visto, porque al momento de hablar de ella, todavía no estaba terminada)…

Como ya notó el lector, este filme es un alternativo juego de géneros, que mezcla la ficción cinematográfica, el documental, el cómic autobiográfico. El resultado tenía que ser muy original. Parece difícil de entenderlo, pero al ver la película todo resulta cristalino. Pero para eso hay que ver la película, y no limitarse a leer esta dudosa reseña.

Smoking Room


Smoking Room (2002, España) es una sórdida delicia.

El mensaje del filme es simple: estamos podridos por dentro, somos egoístas, más que nada mediocres, a ultranza mezquinos, detrás de los trajes y las corbatas no hay más que una recua de roñosos especimenes, y nuestro origen no es otra cosa que la miseria.

El filme parece ser estricta, rigurosamente realista, pero a fuerza de realismo, alcanza un cierto nivel fantástico, casi cortazariano. Todo comienza con una nada: en una oficina española (cuyos dueños son norteamericanos) se ha prohibido fumar dentro de las instalaciones. Razón por la cuál uno de los empleados se empeña en recolectar firmas para exigir la implementación de un smoking room, un cuarto para fumar. En este proceso, la vileza interior de cada uno de los empleados –perfectamente españoles– se desovilla como una larga serpiente.

Todo esto, además, amparado por una poética asfixiante del espacio, pequeños cuartos en dónde se gestan susurrantes complots y patéticas histerias, y en dónde el hedor humano se amplifica como en una novela de Dostoievski. Hay tanto espacio concentrado aquí, está todo tan a puerta cerrada, que el tiempo deja de durar, se queda afuera, allá en el mundo exterior, en dónde por cierto sí se puede fumar, o jugar fútbol. Las tomas cerradas, psicológicas, enfatizan el apretamiento del espacio, el agujero negro de estos recintos burócratas, en dónde los sentimientos más ruines se extienden como inercias gravitacionales.

Realmente, no se necesitan de grandes y extravagantes locaciones para hacer una buena película. Eso lo demuestra ampliamente Smoking Room. Lo que sí tiene esta obra es un trabajo actoral inexpugnable. La dirección y el guión recae sobre dos personas: J.D.Wallovitz (publicista, según sé) y Roger Gual. Fue grabada en digital y transferida a 35 mm. Ganó el Goya en el año 2002.

Muestra de cine puro y duro, Smoking Room tiene la misma honestidad de una película de Lars Von Trier. Es como leer a Céline, quién no deja de ser hasta la fecha uno de los más excelsos aforistas franceses: “Lo que mejor nos guía aún es el olor de la mierda”.


(Columna publicada el 12 de abril de 2005.)

Las adulteraciones de la carne


El director canadiense David Cronenberg (1943) es uno de mis favoritos. En 1979 publica The Brood, toda una metáfora en clave de suspense, en clave de horror, sobre la somatización de nuestras emociones. En 1983 aparece Videodrome (actúa James Woods), filme que lo coloca en el ojo público; aquí Cronenberg investiga las relaciones entre televisión y manipulación cerebral. The Fly (1986), con Jeff Goldblum y Geena Davis, es un remake en dónde se advierte cómo la tecnología, lejos de ser un factor de trascendencia biológica, es una puerta a nuestra animalidad, en el sentido más oscuro de la palabra. Dead Ringers (1988) nos presenta la historia demente de dos ginecólogos gemelos (Jeremy Irons). Naked Lunch (1991) es una mezcla tremendamente rara y alucinatoria: la obra clásica de Burroughs y la propia vida de Burroughs generan un mundo alterado en la mente expansiva de Cronenberg. M. Butterfly, también con Jeremy Irons, es de 1993. Una historia real, sobre un hombre que se enamora de una cantante de ópera que resulta ser, además de espía, hombre. Esto en la China de los sesentas. Compleja, hermosa. Crash (1996) está inspirada en la obra de JG Ballard. Con James Spader y Holly Hunter. Una atmósfera perturbada de prótesis, sexo, materia artificial, violencia, cuerpo vivo abriéndose. Del accidente vial como afrodisíaco. eXistenZ (1999) nos introduce al mundo de los videojuegos: un ensayo cinematográfico, bastante lúdico, sobre virtualidad y realidad objetiva. Le agradezco a Cronenberg la obsesión por el cuerpo, porque yo también la tengo. No la carne bíblica-metafórica –al polvo volveremos– sino la realidad celular: fluidos, líquidos. Fascinación morbosa-científica por las adulteraciones de la carne.


(Columna publicada el 7 de diciembre de 2004.)

Un bello pueblo llamado Saló


No me arrepiento de haber ido a Saló, cuando lo hice, no me siento mal por haberme sentado en una de las bancas frías de este pueblo minúsculo, ubicado a la orilla occidental del Lago di Garda, no tengo derecho a olvidar lo que allí sentí, porque lo sentí todo.

Ese lugar tiene algo. Mussolini lo tomó como último bastión del fascismo italiano, al proclamar la República Social Italiana, prenda final de su poder desquiciado y retórico.

Si me he puesto de pronto a hablar de Saló no es porque tengo ganas de divagar sobre un paraje europeo, sino porque acabo de presenciar la famosa película de Pier Paolo Pasolini, “Saló o los 120 días de Sodoma”. Hasta ahora no la había visto, imaginen. ¿Y en dónde, y cómo, tomando en cuenta que en Guatemala era imposible encontrarla por ningún lado…? Pero recientemente el cineasta y compadre Luis Urrutia la trajo para colocarla en un festival de cine que realizó hace nomás unos meses, y de esa cuenta terminé con una copia.

Es sin duda la película más escandalosa que he visto en vida, o sea que por una vez la leyenda no es apenas gas inflando el globo, aire. Esta película es del año 1976, o sea del año en que nací, y dudo de que haya aparecido arte más enfermo desde entonces. Digo arte, porque sin duda el “gore” ha alcanzado cumbres más ruinosas, pero difícilmente a la vez tan bellas: “Saló o los 120 días de Sodoma” es una espléndida pieza cinematográfica.

Se trata de una adaptación de la compulsiva obra del Marqués de Sade, escrita en su estancia en La Bastilla. Pasolini sitúa la obra de Sade en una villa en Saló tomada por fascistas depravados, que formulan su propio paraíso intolerable, encerrando a un grupo de niños, después de secuestrarlos, y sometiéndolos a los más siniestros actos de sodomización, coprofagía, tortura, y muerte.

Pasolini nunca pudo ver terminada su obra (como de hecho Sade nunca vio publicado su libro) porque fue asesinado de manera tremenda y brutal; su cuerpo quedó abandonado en un descampado, cerca de la playa de Ostia.


(Columna publicada el 7 de septiembre de 2004.)

Mi novia Polly

Cáustico fracaso el del viernes por la noche. Me dirigí al más o menos nuevo cine de Miraflores, en la capital, para ir a ver Troya, que me interesaba bastante, pero las entradas se habían agotado ya. Así lo indicaba uno de los televisores destinados a informar al público sobre las proyecciones –suspendido por encima de las largas filas de personas que esperaban su turno para comprar auténticas rutilantes entradas. Estas personas no hallan nada mejor que hacer un viernes por la noche que ir al cine, y desde luego, tienen la razón. Por supuesto, pude ir a otro cine (en Pradera seguramente no había tanta gente) pero elegí ir a Miraflores porque me encantan sus butacas. No es lo más importante, pero es importante.

Como no pude ir a ver a Brad Pitt, haciendo de Aquiles, decidí ir a ver a su novia, a Jennifer Aniston, haciendo de… ¿de quién? De Polly. De mi novia Polly. Cada vez que escribo Polly, viene mi computadora y me cambia automáticamente a Pollo. Mi computadora es una obsesa de la ortografía castellana. Pero acaso no es solamente por cuestiones de ortografía que pone Pollo en lugar de Polly, sino por cuestiones de sentido común. Mi máquina es sabia, y sabe que Jennifer Aniston es un Pollo. Aquiles y el Pollo, eso. Jennifer Aniston siempre ha sido un Pollo, en Friends hizo de Pollo, y en todas sus películas hace de Pollo. Es un Pollo millonario.

Cáustico fracaso el del viernes por la noche. Yo quería ir a presenciar guerras ardientes, batallas míticas, ofensivas deslumbrantes, y me quedé con una macilenta comedia en donde hasta un comediante tan constante como Ben Stiller hace un papel rogado y aburrido. Son pocos los actores que vienen de una serie televisiva y luego hacer carrera brillante en la pantalla grande (Johnny Depp). Jennifer Aniston no es uno de ellos. Es una actriz correcta… y sólo eso.

En un texto hermoso (El látigo que Dios me dio), Truman Capote nos habla de cuando descubrió la diferencia entre escribir bien y mal. Pero luego nos habla de “otro descubrimiento más alarmante todavía: la diferencia entre escribir bien y el arte verdadero”. Me parece que Brad Pitt, a diferencia del Pollo, ha alcanzado momentos artísticos auténticos, pero de Brad Pitt hablaremos en la próxima entrega.


(Columna publicada el 5 de junio de 2004.)

Kundun

Martin Scorsese cumple perfectamente con el arquetipo del explorador, y así lo mostrado su variada cinematografía, rica en temas, pródiga en recursos. Scorsese nos ha llevado de la mano al mundo ceñido y saturado de la locura infraurbana en “Taxi Driver”, o a las atmósferas violentas y glamorosas del mundo gangsteril en “Good Fellas”, nos regala una magnífica crónica absurda en “After Hours”, presenta el casto desorden de un jazzista en “New York, New York”, de un boxeador en “Raging Bull”, de un cómico en “The King of Comedy”, de un jugador de pool en “The Color of Money”, de un psicópata en busca de venganza en “Cape Fear”. Scorsese es el gran relator de esa ciudad innegociable, Nueva York, en su vertiente actual o antigua, y así lo ha mostrado en tantos filmes, como “The Age of Innocence”, “Gangs of New York” o “Bringing out the Dead”.

Entre sus películas de tópico religioso encontramos: “The Last Temptation of Christ”, magnífica, y luego “Kundun”, sobre el Dalai Lama, y más específicamente: sobre un segmento de la vida del Dalai Lama: el segmento que va desde su infancia hasta su exilio difícil, a causa de la ocupación china del Tibet.

La película, aunque no exenta de exigencias formales interesantes, es una película bastante clásica en su aplicación cinematográfica. Valiosa es la manera en que resalta cómo el actual representante del Lamaísmo en la tierra tuvo que apresurar su proceso de maduración, confrontado por Historia.

En una carta del Dalai Lama, dirigida a Deng Xiaoping, en 1981: “Debemos mejorar las relaciones entre China y el Tíbet y entre los tibetanos que viven el país y en el extranjero. Sobre la base de la verdad y la igualdad, debemos intentar desarrollar la amistad entre los tibetanos y los chinos en pos de un mejor entendimiento futuro. Ha llegado el momento de aplicar nuestra sabiduría común a un espíritu de tolerancia y de amplitud de miras, para que el pueblo tibetano pueda alcanzar, con carácter urgente, la felicidad genuina.”


(Columna publicada el 5 de octubre de 2004.)

La Vía Láctea

La victoria siderúrgica de El Señor de los Anillos en la ceremonia de los Oscar era previsible, no del todo injusta.

Desgarbado, gordo, querible, neozelandés, el señor Jackson formó parte del ritual anual de la Academia, junto a su mujer, y ella también desentonaba a gusto con la encarecida pompa circundante. Es que las estrellas de cine se visten como si no hay pobres en el mundo.

Al señor Jackson no lo dejaría entrar el bouncer de la discoteca, de no conocerlo. Pero todo el mundo lo conoce: es el señor Jackson. No deja de ser curioso que sea un neozelandés el que devuelva el prestigio a los altos presupuestos. Se le encomendó un proyecto de cine equivalente a un proyecto de la NASA: un gran aparato interestelar (Tolkien, se llama la nave) que aterriza exitosamente en Tierra Media, y vuelve para contarlo.

No hacía falta darle todos los premios, sin embargo. Así por ejemplo la mejor edición pudieron facilitársela a Ciudad de Dios.

La ceremonia de los Oscar es como la Vía Láctea cinematográfica estadounidense, formada por estrellas de variables tamaños. Entre todas esas estrellas (Johnny Depp es una de ellas) había una muy brillante, y con todo muy olvidada: Sean Penn. Finalmente la NASA hizo algo bien, le ha dado a esta estrella sensible reconocimiento y ovación.

Muchos actores todavía consideran que es importante ganarse el Oscar: en su cabeza, es como si Dios les ha entregado las tablas de la Ley. El caso de Charlize Theron, ganadora del premio a mejor actriz. Se emocionó bastante.

Tim Robbins también contrajo nupcias con el galardón dorado, como mejor actor de reparto en Río Místico, ahora en carteleras, habrá que ir a verla (dirigida por Clint Eastwood, quien hizo ese otro filme consagratorio y memorable sobre Charlie Parker, The Bird).

Otro momento interesante de la noche fue el premio otorgado a Sofía Coppola, por mejor guión original. Esa mujer –de ni siquiera cuatro décadas– posee un genio artístico indiscutible, como ha quedado comprobado en The virgin suicides.

La ceremonia de las estatuillas es estudiada todos los años por observadores extraterrestres. Sobre este fenómeno han escrito y especulado continuamente, y ahora incluso piensan hacer una película al respecto.


(Columna publicada el 6 de marzo de 2004.)

Collateral


Alquilé, sin mayor emoción, esa película de nombre tan peliculesco, Collateral. Y lo menciono porque en verdad, con ese nombre, no dan ganas de verla. Uno se imagina otra cosa, un plot militar, algo parecido.

Me terminó gustando, más bien. Un asesino a sueldo (Tom Cruise) obliga a un taxista (Jaimie Foxx) a que conduzca por Los Angeles, mientras realiza su labor de matar gente.

De entrada, una idea intrigante. Pero además muy bien aterrizada, con sus respectivas, bien logradas vueltas de tuerca (el guión es de Stuart Beattie), una banda sonora impecable, actuaciones abundantes, tanto la de Foxx, pero asimismo la de Cruise, a quién siempre es agradable ver de villano (recordemos su Lestat, en Interview with the vampire). Un acierto de casting el haberlos puesto a trabajar juntos. También por allí Jada Pinkett Smith.

Entre muerto y muerto, asesino y taxista dialogan, intercambian, verbalizan. El asesino: un hombre práctico, sin ingenuidades morales, vitalista sin esperanza. El taxista: un hombre tras un porvenir y un rostro, un soñador presupuestado. Ambos
–ambas formas de estar en el mundo– se interpelan mutuamente.

Pero la película no deriva hacia lo filosófico, si es lo que están pensando. La acción
–Collateral es al fin una película de acción– prevalece y preside, y varias coreografías en este sentido lo mantienen a uno muy pegado al asiento, por ejemplo el tiroteo de la discoteca, un desmadre.

Collateral es un gran homenaje a la noche de Los Angeles: urbana, mineral, eternizada entre semáforo y semáforo. Michael Mann ha salvado su película de ser común y corriente sobre todo por eso: porque le ha dado a Los Angeles toda su dignidad nocturna, parpadeante, luminosa, neonizada, vaporosa, impersonal. La ciudad al aire libre, aunque también la –étnica o sedativa o zoológica– ciudad de los clubes en dónde la gente se encierra, y así no siente la muerte que espera en las autopistas.


(Columna publicada el 3 de mayo de 2005.)

Perdidos en Tokio

Una historia simple en un escenario alucinante. De la película anterior de Sofia Coppola (The virgin suicides, 1999) se podría decir justamente lo contrario: una historia alucinante en un escenario simple.

Aparte de creadora funcional, esta directora es más bien joven, ganadora del Oscar en el rubro de mejor guión original, y con una sensibilidad que la distingue, por ejemplo, de su padre.

Perdidos en Tokio es el relato de una relación inocente. Más fácil es describir una relación complicada, uno de esos thrillers amorosos de torcidas volutas psicológicas y pliegues con sabor a sexo y sangre. Pero aquí no hay ni sexo ni sangre, lo cuál, insisto, es más difícil, porque entonces el filme no reposa en cualquier exceso drámatico, ese confort, sino en la manera en que está contada la historia y en los pequeños detalles.

Perdidos en Tokio refiere de esa cuenta el encuentro de un hombre de familia (Bill Murray) que viaja a Tokio por motivos de trabajo (sucede que es, o fue, un actor famoso) y una (apenas o casi) mujer (Scarlett Johansson), que a la vez viaja a Tokio por motivos de trabajo, pero por el trabajo del esposo.

Tanto ella como él están casados, y sin embargo emprenden por unos días un intercambio tierno, libre, sin exageraciones. La película levanta preguntas muy humanas sobre el adulterio honesto y el amor intergeneracional. ¿Es posible amar más allá de las edades, sin morbos ni aprendidos pudores?

La elección de elenco es prueba de tino y juicio cinematográfico. Bill Murray nos agrada, cuando no siempre nos había agradado antes, y diríamos que este posible comeback sublima y al menos justifica su carrera. Por su parte, Scarlett Johannsson responde perfectamente a su rol.

También nos intriga el escenario, como ya dijimos, alucinante. El Tokio en donde coagulan miles de fogonazos publicitarios, rótulos que no sabemos leer, el Tokio espectacular de los arcades, las streapers, el manga, el karoake, los hoteles formales de la tecnología, y los millones de japoneses perorando en la ciudad. Ocasionalmente, un templo budista.


(Columna publicada el 1 de mayo de 2004.)

Las Crónicas de Riddick


La otra vez estaba viendo X-men 2 en la tele, y se me ocurrió que eso –no tanto el cariño de un padre, no la atención de una hermana mayor– era todo lo que mi llamado niño interior necesitaba y ha necesitado desde el día uno: mutantes, superhéroes con superpoderes especiales llevados a la pantalla con superefectos especiales.

Esa película X–men 2 es una orgía de la imaginación. Me complace pensar que la ciencia–ficción y la narrativa fantástica se encuentran en tan buen estado, últimamente.

Las Crónicas de Riddick es otra orgía de la imaginación. Una película tan buena como Matrix pero –y muchas gracias por ello– se trata de una ciencia ficción totalmente distinta (no en la veta Phillip K. Dick, ya monopolio).

Ya habíamos comentado aquí una animación que Pete Chung hizo de Riddick, pero esta vez hablaremos de la película, producida y actuada por Van Diesel, que no sólo es soportable como protagonista de películas de acción, sino bastante se agradece su presencia. En efecto, uno se puede realmente identificar con él (a diferencia de su gigantesco y lánguido rival, la Roca, y ya no digamos de actual gobernador de California), y el hecho de que haya producido esta película habla muy bien de su persona, en el fondo. La dirección de Las Crónicas de Riddick estuvo a cargo de David Twohy.

Riddick es el elegido por la profecía para oponerse a los necromongers, cuyo único propósito y agenda es convertir al universo a su religión, a lo Cash Luna, de paso destruir planetas enteros. Lo interesante de Riddick es que cumple su destino a pesar de sí mismo, porque Riddick es muchas cosas pero no un héroe: criatura mineral, el destino del universo le importa un comino. Pero en su búsqueda de paz (es lo que todo outlaw que se precie de serlo siempre busca, cumplidas las batallas) se ve envuelto en una mitología: los necromongers.

Las Crónicas de Riddick es una especie de secuela de Pitch Black.

Ciertamente, Las Crónicas de Riddick supera en trama, complejidad, fisonomía, y belleza, a cualquiera de los Episodios de La Guerra de las Galaxias.


(Columna publicada el 15 de febrero de 2005.)

Shrek II

Un problema de la izquierda local es que a falta de intelectuales y mensajeros rigurosos se ha vuelto un chiste, una nebulosa ideológica, sin lecturas actualizadas, preñada de lugares comunes, y por si fuera poco, cundida de grafittis políticos con faltas de ortografía.

La izquierda de los Estados Unidos está haciendo cosas muy interesantes en cuánto a productos ideológicos de alcance, esto a pesar del Goliat siempre vivo del neomacartismo (no es fácil, y nunca ha sido fácil, dormir con el enemigo).

Está el caso muy sonado de Michael Moore, pero evidentemente no es el solo interesado, ni el único interesante. Tuve la oportunidad de ver los últimos cincuenta minutos de Corporation, una exposición detallada de los crímenes de las grandes transnacionales. Una sacudida, un examen de conciencia, un bocado altamente venenoso.

Entre las corporaciones mencionadas está, por supuesto, Disney. Y cómo iba a faltar. Realmente, uno a veces olvida lo que se encuentra detrás del orgasmo de las animaciones y los parques temáticos. Nos basta a menudo con verificar la sonrisa de nuestros hijos, su ilusión y su momento, cuando juegan, por ejemplo, con su muñeco plástico Shrek, apenas adquirido en un restaurante de comida rápida. Olvidamos, claro está, que alguien a quién no conocemos (toda marca genera anonimato) ha tomado en cuenta a nuestro hijo como un consumidor incuestionable y activo.

Nuestros hijos todavía no hablan, pero ya consumen.

¿Por qué, yo me pregunto, si yo he ido específicamente a comer, he terminado comprando un juguete? Comer, pero entonces comprar un juguete, y entonces ver la película, y la versión en español, y la versión en inglés, y la secuela, y la otra secuela, y me agencio el DVD, y Disney, y Dreamworks, y todas las malditas fantasías animadas, las de ayer, las de hoy, y las que faltan por venir, que son miles, y no pocas, cada vez más sofisticadas, mercadeadas, ineludibles.


(Columna publicada el 3 de julio de 2004.)

Lo que soñó Sebastián

Se inauguró el Festival Ícaro 2004 con el estreno de la película de Rodrigo Rey Rosa, Lo que soñó Sebastián –inspirada en el libro del mismo nombre, del mismo autor. Se añade de esa cuenta a la producción cinematográfica reciente guatemalteca, que incluye títulos como Dónde acaban los caminos, o La casa de enfrente.

El filme transcurre más que nada en la selva. Se dijo inclusive en cierta nota periodística que la selva constituye un personaje de la película. A lo cuál Rey Rosa se opuso, aduciendo, si no recuerdo mal, que la selva es algo infinitamente más grande o infinitamente más pequeña que nosotros. La selva no está a nuestra altura, quiso decir.

Personaje o no, la selva aparece en la película con una insistencia que a veces alcanza grados más o menos poéticos, a veces más o menos documentales. Ya mucho nos habíamos demorado en llevar nuestra selva a la pantalla grande. Pero la selva, por supuesto, no es sólo un escenario biológico, es un escenario humano, en dónde transcurren historias humanas, muchas de ellas muy ligadas al crimen (el crimen arqueológico, el crimen ecológico), la corrupción, y el no man´s land. En esta línea va el filme.

Se trata de una película lenta, pero no lenta como lo son ciertas películas de autor, o, ya que en ellos estamos, algunas películas de la selva (Aguirre, o la ira de Dios). Es simplemente lenta, su trama es lenta. Es una trama demasiado lenta para un final demasiado abrupto.

Le pregunté a una amiga que hace teatro su opinión al respecto. Me contestó: “Te voy a decir qué pasa con todas películas que se han hecho últimamente en Guatemala: ninguna de ellas me sacude”. El escritor Rey Rosa ha conseguido una película solamente correcta.


(Columna publicada el 2 de noviembre de 2004.)

La maldición de la perla negra

Los piratas fosforecen en la niebla de nuestra imaginación. Todos leímos la historia de Stevenson y nos marcó de una manera tan severa, tan microscópica…. El pirata es un arquetipo y no nos abandona.

En La maldición de la perla negra hay piratas para largo, son ásperos y las espadas van hilando una trama que dura, según parece, dos horas y media. Para no aburrirnos, nos han puesto en pantalla al siempre apreciable Geoffrey Rush, a Johnny Depp, quien supera en más o menos todo, en magnetismo personal por ejemplo, a Orlando Bloom (el elfo Legolas en El Señor de los Anillos). No es que Bloom desmerezca: es que Depp ya sabe a donde va la bola.

La trama de este filme ha sido deducida de un parque temático (Disney), lo cual me parece digno de consideración. Ya lo explicará mejor uno de esos filosofastros de sociología pop, yo resaltaré solamente cómo las maneras culturales se buscan y se obedecen, dándonos una falsa noción de unidad y –aquí es propicia la expresión– de tierra firme. También resaltaré, aunque no hace falta, cómo los parques temáticos influyen a estas alturas tanto en nuestra y en la realidad. Un parque temático es un espacio urbano y psicosocial poderoso, porque no pretende otra cosa sino la evasión. Es absurdo pelearte con tu mujer en un parque temático; sucede, pero es absurdo. Te sentirás dos veces mal si lo haces, por profanar la fantasía con tu miserable y mal pagado instinto de realidad.

El pillaje es una ruta de empoderamiento, la falta de escrúpulos. El pirata, como ya digo, es un arquetipo. Todos tenemos lo nuestro de estraperlistas y de roncos estafadores, aunque por lo general perdimos la gracia de los diez y ocho; ya sólo sabemos navegar bien en las aguas del control remoto. Por lo cual se aprecia cuando te ponen a un pirata con rasgos bellos, porque te subliman y enaltecen el paradigma. A Depp lo he admirado desde que salía en 21 Jumpstreet, largo tiempo de fascinación y de sentirme sistemáticamente inferior a él. No es sólo falta de autoestima (también lo es) sino que el tipo es un actor de a de veras, siempre él y siempre otro: Ed Wood, Fear and Loathing in Las Vegas, From Hell, o Dead Man, de Jim Jarmush, dan cuenta de ello.


(Columna publicada el 6 de septiembre de 2003.)

Diarios de motocicleta


Cuando uno mira la publicidad de Diarios de motocicleta, uno asume que se trata de un proyecto genial: una road–movie construido a partir de las anotaciones del Ché Guevara. Al ver la película, nos damos cuenta que es una película desproporcionada y un poco manca, en el sentido de que el viaje de los protagonistas –el Ché Guevara y su amigo Alberto Granado– es un poco manco, dejándonos con ganas de más carretera. Pero además, la otra parte de la película, la que corresponde al “despertar espiritual”, por decirlo así, del Ché Guevara, no cuaja del todo. Esta película no admite bajo ninguna circunstancia el subtítulo que todos los románticos ideológicos del mundo anhelaban: “Mi nombre es Ernesto Guevara y así me nació la conciencia”. De ambos lados, uno termina un poco decepcionado.

Y sin embargo, se nota que el director –el brasileño Walter Salles– puso un cierto énfasis en injertar ese “despertar espiritual” en su película. No era cuestión de decepcionar a esa comunidad extensa de guevaristas latinoamericanos y universales, ese público después de todo cautivo. Hay incluso un momento cuando el Ché, en una especie de iniciación egipcia, atraviesa un río a nado para llegar hasta una comunidad de leprosos. Faltaba más.

Toda esa parte de la comunidad de leprosos es la culpable de que la road–movie nunca llegue a serlo del todo, y en lugar de desplazarse, los personajes aquí coagulan en un moroso estancamiento tropical y fílmico. Walter Salles se perdió la oportunidad de hacer el más bello retrato de Latinoamérica jamás antes realizado. Ni modo. Más bien opta (otra vez, ya lo había hecho en Estación Central) por el recurso de la fotografía postal, y con eso pretende saldar por lo menos casi dos siglos de nostalgia bolivariana.

Del lado actoral, la cosa no cristaliza. Para hacer del Ché, contrataron a Gael García Bernal, el mismo de Amores Perros, pero el problema es que el espectador está todo el tiempo consciente de que está delante de un actor mexicano relativamente famoso interpretando a Ernesto Guevara, y no frente a Ernesto Guevara sin más. Para terminar de arruinar las cosas, nos ponen en los Óscar a un Antonio Banderas a cantar. Es para no creer en nada, realmente.


(Columna publicada el 19 de abril de 2005.)

Constantine

La llamada “guerra espiritual” es un entretenimiento que ha estado muy en boga. En Guatemala, todos están hablando de “guerra espiritual”, protestantes y católicos. Los católicos hace unos años no hablaban de “guerra espiritual” (y si lo hacían, no era como ahora). Es evidente que han sido influenciados por el ascenso vertiginoso de los evangélicos. Para los evangélicos ese concepto de “guerra espiritual” es muy notorio. Esta mitología/motor les ha dado un empuje considerable.

Es de suponer que todavía estamos necesitados de leer novelas de caballerías. La única manera en que podemos sacudirnos este tedio cartilaginoso de encima es poniendo a funcionar la imaginación, imaginar que detrás de este mundo hay otro mundo más parecido al que imaginó, por ejemplo, Tolkien, en El señor de los anillos: comarcas del bien y comarcas del mal, guerreros del bien y guerreros del mal. Para no sufrir tanto, nos refugiamos en la fantasía, y hacemos de nuestra cosmogonía personal un cómic.

Constantine es una película, a su modo, sobre “guerra espiritual”, y está inspirada en un cómic, justamente: Hellblazer, de Jamie Delano y Garth Ennis. Es una película malograda. Se pudo haber hecho una película decisiva, un hogar de culto para todas aquellas almas sedientas que creen en esto de la “guerra espiritual”, se pudo haber tallado un nuevo landmark de la filmografía de lo ultraterreno (como en los setenta El exorcista), pero en lugar de ello nos entregan un filme absolutamente extraviado, inspirado en un cómic pero sin la mística de un cómic (¿no pudieron aprender siquiera algo de las películas de Riddick?), y para colmo con el actor más tieso y sellado de Hollywood, Keanu Reeves, quién difícilmente podrá permanecer demasiado tiempo en el trono de fama que Matrix le regaló. Reeves es un actor que remacha y por eso todavía está en el escenario, y lo estará acaso por más tiempo, pero no es un gran actor.

La trama daba para mucho, en toda evidencia. El problema nunca fue la trama: es que hacía falta una mente en verdad brillante para erguir la historia cinematográficamente. Los efectos especiales están bien cuando no sirven para tapar una carencia, un hoyo.


(Columna publicada el 5 de abril de 2005.)

Carandiru

Sí, mi hermano, pero esta es la vida real. La calle es dura, más vale ponerse duro uno también, ¿me entendés? El mal recluta, te presiona, te dice: quién no está conmigo, está contra mí. Lo más que puede pasarte es terminar en la cárcel, digamos en una cárcel sobrepoblada llamada Carandiru, repleta de 7,500 brasileños malencarados, verbales y peligrosos. Cuando estés dentro, respetá el Código, la Moral de la Celda, los Territorios, los Pactos de este Durísimo Universo con sus Propias Leyes. Eso, y cuidáte del SIDA, que está en todos lados. Por demás, tratá de no meterte con los cabezones. Si Carandiru no explota, es porque ellos no quieren, dijo alguien: dijo bien. Lo mejor es hacerse amigo con el médico, buen tipo, sabe que Carandiru es un nido de crasitud insalubre, con sus humores sangrientos, es el alma misma del Brasil pudriéndose sin pudores, apocalípticamente. Al fin de cuentas, la cárcel es adentro, pero la cárcel es afuera. Afuera y adentro son intercambiables. ¿Qué diferencia hay entre cualquiera de las celdas de Carandiru y los corredores amargos de la favela dolorosa? Toda cárcel representa el borde infecto de la sociedad que representa: su periferia maldita, el final de la historia, el lugar sin tiempo. En Carandiru, la muerte es ángel habitual, y ángel habitual es la droga. Vas a escuchar muchas historias. Cada reo es una historia: una historia bella y cruel, de humor y de odio. Esto es Brasil al 120%: como es. Buscá protección, o te va a doler. Si estás solo, te pisan. Y sobre todo pedí permiso. No matés a nadie sin pedir permiso. Este continente está manufacturando sicarios como moscas. No parecen peligrosos. Hasta se ríen de sí mismos. Es la única manera de postergar lo que ya en ellos está muerto. Ojalá vivás para contarlo. Ojalá que ninguno de los policías te meta siete plomazos ardientes. Ojalá que no formés parte de la danza de los muertos. El gobierno te quiere borrar, eso es seguro. La ley es sólo una ventana manchada que separa a los asesinos de los asesinos.

Carandiru, de Héctor Babenco. Año: 2003. Duración: 146 min. Nacionalidad: Brasil, Argentina. Género: Drama.


(Columna publicada el 1 de febrero de 2004.)

Ray

Esta desesperación de bolsillo, esta mi desesperación que llevo a todas partes... ¿Pero tengo razón alguna para quejarme tanto, realmente? Después de todo, no soy ciego y tampoco adicto a la heroína, como lo fuera en vida Ray Charles… Ya es algo… No nací en la pobreza más intraducible, durante la álgida segregación, no murió mi hermano frente a mí en una pila de agua hirviendo, y no trató nadie de aprovecharse de mi talento a causa de mi invidencia…

Jamie Foxx se acreditó el Oscar por personificar a Ray Charles en la cinta Ray, de Taylor Hackford, imprimiendo en su papel una carga impresionante de verosimilitud. La actuación de Fox será recordada siempre: un retrato apasionante y perfecto. Al espectador en ningún momento se le cruza por la cabeza que está viendo a un actor llamado Jamie Foxx representando a Ray Charles. El espectador se encuentra delante de Ray Charles y se acabó.

La película como tal no es ni fantástica ni gloriosa (tampoco lo contrario) o al menos no es tan penetrante como esa otra biografía, Bird, de Clint Eastwood (sobre ese otro músico negro y genial, Charlie Parker, que por cierto cumple cincuenta años de muerto en el 2005).

De unos años hacia acá, hemos presenciado un empoderamiento y una cristalización más que consciente de figuras de la cultura negra estadounidense a través del cine: el caso de Malcom X, del director Spike Lee, Ali, con Will Smith, ahora Ray. También hemos presenciado el ingreso formal de actores negros al mundo de la Academia (tuvimos que esperar el siglo XXI para que eso sucediera). Enhorabuena. Porque todos ellos y tantos más son fuentes inagotables de inspiración. El mundo vive actualmente la electricidad y el hechizo que los afroamericanos han extendido con su música y su poderosa identidad. En el caso de Ray Charles, estamos hablando de cinco décadas de éxito, contratos millonarios, la gloria y el reconocimiento, pero más allá de eso estamos hablando de la capacidad y talento de un hombre para transmutar la muerte en vida, con ritmo jazz/gospel y una sonrisa excepcional. Ese hombre no podía ver, pero ciertamente y a todas luces era un visionario.


(Columna publicada el 22 de marzo de 2005.)

Inacabable

Mortalmente aburrida. La noche de los Oscares. Inacabable. Cilíndrica. Esférica. Circular. Una serpiente mordiéndose la propia cola. Duró épocas. Siglos.

Este año, los organizadores le apostaron más que nunca al hastío. En un teatro pequeño, sin resonancias, se llevó a cabo una nueva edición de los premios de la academia, y el haber elegido a Chris Rock como presentador no determinó profundamente el curso de la noche (me gustó que Sean Penn lo desafiara y corrigiera). Sus bromas eran como aquellas mismas bromas que solía realizar hace una década, o dos, y además la traductora de canal 11 no es que no entendiera el idioma inglés: es que no entendía nada de nada.

Jaime Foxx se llevó estatuilla a mejor actor, lo cuál es justo y previsible. Me hubiese gustado que se la dieran a Johnny Depp, por supuesto, nominado una vez más este año (me lo pude imaginar saludando en el escenario a su viejo amigo muerto, Hunter S. Thompson), pero en toda honestidad Foxx desempeñó mejor, por su actuación en la cinta Ray. No que Depp carezca de talento; lo tiene. Simplemente, no era su momento. Lo mismo Leonardo Di Caprio. Hilary Swank se llevó el premio a mejor actriz por Million Dollar Baby, una película que no me llama totalmente la atención, a pesar de haber sido filmada por Clint Eastwood, a quién respeto, y quién por cierto se llevó la estatuilla como mejor director y otra más por mejor película, arrebatándoselas ambas a Scorsese. Parece emocionante –Scorsese, Clint Eastwood…– pero la verdad no lo fue tanto.

¿Qué más? Mar adentro –prodigiosa película de Amenabar– puso el premio a mejor película extranjera del lado de España. Fue lo único en verdad meritorio, emocionante de la velada. Esa película es genial.

Las incursiones musicales de la noche me hicieron vomitar durante una semana seguida, las de Beyoncé, pero especialmente la de Antonio Banderas y Santana, que tocaba su decrépita guitarra con los mismos pases de siempre, un poco como Chris Rock y sus bromas. Los Counting Crows dieron un performance correcto, pero me dio la impresión que tocaron en el lugar equivocado, y que el escenario les quedó demasiado grande o solemne.


(Columna publicada el 8 de marzo de 2005.)

Soundtracks

El domingo antepasado se entregaron los grammys. Ray Charles –muerto el año pasado– fue el inmenso protagonista de la noche. Se quiso hacer con ello un puente entre la industria de la música (los grammys) y la industria del cine (los oscars), resultando de ello un contubernio, alianza y aleación en dónde ambas partes salen muy favorecidas, siguiendo una misma y sola lógica, que es la lógica del mercado.

Este contubernio, alianza y aleación, no es la primera vez que ocurre. Ha ocurrido muchas veces, bajo muchas formas, pero sobre todo bajo una forma ya muy formada: el soundtrack, minotauro ya de la industria discográfica.

No sé cuando nació la estética del soundtrack (posiblemente muy vieja). Apenas sé de ciertos soundtracks que hicieron mucha bulla en mi infancia: Footloose, Flashdance, Top Gun (todos los nombres de estas películas se parecen un horror).

El primer soundtrack que yo percibí como algo más que un agregado, como algo más que un anexo al hecho fílmico, como una obra en sí misma, fue un disco (en realidad, un casete, todavía muy en boga entonces) que me regaló una mi novia de adolescencia: hablo de la banda sonora de la película Pump up the volume. Me da la impresión (no lo sé de cierto) que a partir de allí las cosas cambiaron en la historia del soundtrack, aunque el hecho no está muy reconocido.

Hoy el soundtrack es algo más que normal. Es un concepto tan cotidiano y metabolizado en nuestra existencia, que hasta se habla todo el tiempo del soundtrack de nuestra vida. Y en efecto, percibimos canciones como intervalos poéticos o landmarks de nuestro devenir. Y bien podemos reconstruir nuestra vida a base de canciones.

En los noventa, el boom de los soundtracks. Aquí algunos: Singles (que capturaba el espíritu de una época), Pulp Fiction, Traispotting, y Natural Born Killers (puesto en escena, si mi memoria no me traiciona, por Trent Reznor).

En Latinoamérica, el soundtrack de Amores Perros, producido por Gustavo Santoalalla, cumplió con todo lo que se puede esperar de una banda sonora.

Ciertos compositores han hecho maravillas componiendo para películas. Es el caso de Danny Elfman (Nightmare Before Christmas) o John Williams (Star Wars).


(Columna publicada el 1 de marzo de 2005.)

La destrucción o el amor

El videoclub como paraíso. El videoclub como un lugar en dónde podés encontrar joyas tan pulidas como Eternal sunshine of the spotless mind, que podríamos llamar, al igual que el libro de Vicente Aleixandre, La destrucción o el amor. Sirva esta pista: posiblemente es una de las mejores películas que vamos a ver en el 2005 (y digo 2005, porque siendo del 2004, esta película nos ha llegado tarde a Guatemala, me parece).

Jim Carrey está volviéndose cada vez más un actor interesante, un actor de registros, separándose de sus personajes cómicos (o superándolos, más bien). La dupla Carrey/Cate Winslet, logradísima, envuelta además en un soundtrack mortal, nos trae una película de altos vueltos, dirigida por Michael Gondry. El guión de este filme es una prodigiosa arquitectura (de Charlie Kaufman, el mismo genio que nos trajo Adaptation). Para encarnarlo, Gondry tuvo que recurrir a los más creativos malabarismos tecnológicos y de edición, para recrear la extrañeza visual y narrativa y onirismo ingénito de las emociones. En efecto, la película es un viaje al interior de la mente, al dolor de la mente, a la soledad, al ciego sitio en dónde el hombre renuncia: la memoria. Resultado: un testimonio poéticoalucinante, que se descompone y se reconstruye una y otra vez, como en un viaje de psilocibina.

¿Es realmente olvidar la respuesta a nuestros males? Esta es la grandísima pregunta moral que se impone esta película. Trepanarse, borrar áreas del propio cerebro, deshilvanar el pasado, ¿no es acaso matar nuestra propia dignidad como seres humanos: nuestra historia…? ¿O es que la felicidad es algo que está más allá del recuerdo? Y si es así, ¿de qué manera exactamente? Eternal sunshine of the spotless mind explora de la manera más estremecedora el infierno de las relaciones, y el caos de amar

Es excitante que a alguien se le haya ocurrido hacer esta película. Es excitante descubrirla por sorpresa en un videoclub. Otros actores que aparecen en ella son Kirsten Durst, Mark Buffalo, Elijah Wood, Tom Wilkinson.


(Columna publicada el 8 de febrero de 2005.)

Como periodista, trabaja actualmente para los diarios locales El Siglo XXI y El Periódico, en donde desde el 2002 escribe una columna semanal (Buscando a Syd), y donde también trabajó durante varios años en la sección cultural. Asimismo mantuvo columnas permanentes de opinión de cine y literatura en los diarios El Quetzalteco y La República, y ha colaborado en diversas revistas, fanzines y publicaciones del medio.
 
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